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La dignidad del mandril I

Escrito por: meame_y_hostiame

BDSM CBT Castidad Castigo psicológico Crossdresser Exhibicionismo Humillación Masturbar

Montó su siempre reluciente moto y salió de su chalet de una urbanización del Vallés intentando no hacer demasiado ruido. Eran las dos de la mañana, mitad de semana, la noche era fría. Sus padres no estaban en casa, pues al retirarse pasaban más tiempo en la casa del pueblo que allí. De todos modos, no quería que sus vecinos notaran su salida.

Borja era el típico niño pijo que siempre había intentado crearse la imagen de macho alfa infiltrando toques supuestamente proletarios en sus maneras. En otras palabras, utilizaba palabras que él creía eras las usadas por los jefes de las manadas en las zonas proletarias. Algo en su cerebro eternamente adolescente le hacía creer que eso le confería un mayor poder de seducción. Irónicamente, lo hacía. En la mayoría de las ocasiones porque esa precaria construcción demostraba una inocencia que resultaba más amable que temible. En otras, porque se decidía seguir el juego.

Quizás, por su actitud de pretendida chulería o por su falta de rumbo, ninguna de sus relaciones duraban demasiado. A sus veintiocho años había tenido unas quince novias. Cada vez que él presentía que lo iban a dejar, él comenzaba a buscar otra. Su peor pesadilla era que supieran que eran ellas quienes le habían dejado. Por eso mismo siempre intentaba mantener a las chicas con quien salía apartadas de su círculo social.

La mujer que más le había durado era una mujer diez años mayor que él, de etnia gitana, a quien sólo veía en secreto, porque ella lo había decidido así. Ella le había dicho en varias ocasiones que le daría vergüenza presentar a su familia un niño pijo, que además, era payo. Se encontraban como, cuando y donde ella quería. Se vivían montando escenas el uno al otro, que siempre terminaban en una sesión de sexo salvaje. Invariablemente, ella terminaba con sus uñas postizas rotas de tanto clavarlas en las turgentes nalgas y amplias espaldas de blanquecina y suave piel de él. Muy frecuentemente, él terminaba con marcas de mordidas en su cuello, las mejillas rojas. En alguna ocasión, un ojo morado fue difícil de explicar.

Esta noche, Borja se dirigía a la casa de su nuevo interés. Unos meses atrás, tras ver unos videos porno, comenzó a tener interés por las transexuales y travestis. Abrió una cuenta en Grindr, naturalmente, sólo mostraba la foto de su atlético y velludo pecho en su perfil. La mayoría de los mensajes que recibía eran de chicos. Pero su deseo estaba centrado en lo femenino, al menos lo que él consideraba femenino. Es posible argüir que una racionalización tan explícita del deseo no sea otra cosa que un mecanismo de negación como defensa a una realidad que no se está dispuesto a aceptar. Es posible, pero no es la única posibilidad. Y de todos modos, no es la intención de este autor el juzgar a los protagonistas de sus relatos. Hasta que no aprendamos a aceptar nuestras diferencias, no sólo a tolerarlas, no será posible ser nosotros mismos.

La mayoría de las conversaciones que estableció con trans, travestis y CDs, terminaban pronto, pues ellas estaban trabajando. De todos modos, él insistía enviándole fotos de una sola visualización. Hay que admitir que el condenado era guapo, barba recortada, mandíbula algo felina, ojos vibrantes, pestañas pobladas, cejas naturalmente arqueadas, cabello cuidadamente desprolijo. Es ese tipo de chico que no se puede evitar mirar aunque se sepa que pasa más tiempo mirándose al espejo que haciendo cualquier cosa productiva. Esto es lo que le debe haber sucedido en más de una ocasión a una de esas chicas, pues decidieron recibirlo sin cobrar por sus servicios. Esto sumaba a su ego, siempre necesitado de aprobación. Otras, que buscaban algo más significativo, se dejaban engañar conscientemente con el fin de poder soñar que había un mundo mejor por al menos unas horas.

Desde que tuvo sexo las primeras veces con las chicas “especiales”, como él les llamaba, no volvió a desear con la misma intensidad a las mujeres CIS. Había algo en ellas que hacía la experiencia sexual mucho más completa y motivadora. Normalmente, de todos modos, apenas terminaba la acción, se vestía y se iba poniendo alguna escusa tan tonta como innecesaria. Le invadía la inseguridad y la culpa. Temía que ellas se enamoraran de él. Claro. Como no iban a enamorarse de un candidato con tanto potencial. Él era todo un hombre. Obviamente, cuando intentaba volver a contactarlas, ellas le ignoraban. Él no entendía esto. ¿Cómo se iban a perder la posibilidad de volver a estar con él?

Una de esas mujeres le cautivaba especialmente. No era su rollizo cuerpo, andrógino naturalmente. Ni su cuidada estética. Ni el hecho que fuera mayor que él, aunque no lo pareciera. Tampoco su pretendida elegancia, ni sus estudiados buenos modales. Era su carácter fuerte, el desdén con el que lo trataba y el constante rechazo lo que realmente la hacía más deseable.

La primera vez que quedaron, ella le recibió en su pequeño y oscuro piso de Trinitat Vella, con amable frialdad. Cuando él quiso acercarse a ella para besarla, ella le detuvo poniendo un dedo en la frente rechazándole con suave desprecio.

  • No cualquier escusa de hombre merece mis labios, niñato – le dijo esbozando una sonrisa y con desdén en la mirada.

Él no supo qué hacer. No estaba acostumbrado a que le rechazaran, ni a dar el brazo a torcer. Volvió a intentarlo, pero esta vez recibió una bofetada en respuesta.

  • La próxima será más fuerte. Yo que tú ni lo intentaba.

Se sintió paralizado. No es que pudiera tener miedo de no poder defenderse. A pesar de que era una CD grandota, él tenía más fuerza. No obstante instintivamente supo que si ella le agredía físicamente, él no sería capaz de defenderse.

  • ¿Qué puedo hacer para convencerte? - le dijo intentando vestir de mofa una situación que le desestabilizaba.

  • Empieza por ser obediente. Si haces todo lo que te digo, quizás, sólo quizás, algún día te deje besarme.

  • Pero…

  • No me hagas perder tiempo. Si no crees que vale la pena, pues te das vuelta y te vas. Eso sí, no vuelvas.

  • No. Está bien. Yo…

  • ¡De rodillas mirando al suelo!

Sin poder creerlo él mismo, Borja se encontró en esa posición. Permaneció varios minutos así, mientras Jennifer jugaba con su móvil.

  • Ponte en el centro de la habitación y quítate toda la ropa. Te voy a hacer unas fotos. Te puedes poner esto en la cabeza – le ordenó tirándole un pasamontañas rosado.

La excitación que sentía le impidió cuestionar internamente aquellas órdenes. Lo cierto es que aunque no le hubiera dado el pasamontañas, le hubiera dejado sacarse las fotos igual.

Una vez desnudo y en el centro de la habitación, ella le ordenó que posara de frente y de espaldas, registrando minuciosamente aquel cuerpo en la cámara de su móvil.

La polla de Borja estaba totalmente alterada, se movía de tal manera que parecía tener vida propia.

  • Saca pecho y pon las manos a la espalda – le ordenó ella acercándose.

Con unas bridas, esposó las manos del muchacho, mientras él se mantenía erguido de manera casi militar. Una vez sus manos estaban sujetas, le sacó el pasamontañas, le cogió la polla comenzando a masturbarle mientras mantenía su cuerpo y rostro casi rozando el del muchacho, que intentó besarla.

  • Ni se te ocurra – le espetó mientras le daba una bofetada en los huevos.

El dolor le hizo aventar el torso hacia adelante y flexionar sus rodillas. Era un espectáculo ver aquel pretendido cacique en esa posición de sublime, y secretamente deseada, indefensión.

  • Ponte recto de nuevo o recibirás una más fuerte.

Él hizo caso y ella siguió masturbándole en intervalos más enérgicos o suaves de modo que él no llegara a acabar.

  • Mírame a los ojos – le susurró con un tono marcial, que a él se le antojó divino – y no dejes de mirarme ni intentes besarme que recibirás otro buen castigo.

Petrificado, lleno de placer y temor de sí mismo, sus ojos fulguraban en una súplica que ella no pensaba atender y ni entender. La mirada de ella era de diversión, desdén, placer y, sí, también deseo.

La dionisíaca tortura hacía que él apenas pudiera mantener los espasmos de su cuerpo y su mirada en los ojos de ella.

Ella se concentraba en no dejarle llegar a la eyaculación. Cada vez que presentía que esta se acercaba, ella detenía el movimiento repentinamente. Él gemía con frustración, que a ella le llenaba de placer.

Luego de un buen rato de mantenerle al límite, ella detuvo la manipulación, le dio una buena hostia en los huevos, que hizo que su erección se desplomara. El cayó fue derrumbándose casi en cámara lenta hasta caer al suelo en posición fetal. Ella aprovecho esta situación para imprimir sus tacones aguja en las carnes del abatido muchacho.

  • ¿Qué se dice? - le dijo mientras cogiendo de los cabellos al muchacho le obligaba a incorporarse.

Borja permanecía en silencio, en parte por el dolor que le llevaba a querer insultarle, lo cual sabía no era una buena idea.

  • Cuanto te hablo me contestas, niñato malcriado – le dijo tras escupirle en el rostro.

  • ¡Gracias! ¡Gracias! - gritó en un medio susurro impulsado por la desesperación.

Cuando lo tuvo de pie, le hizo calzarse. Le volvió a coger del cabello y lo llevó hasta la puerta de entrada del piso forzando su salida, sin aparente resistencia por parte de él.

Él no llegaba a entender la situación, pero al salir del piso seguía desnudo y con las manos atadas por las bridas.

  • Ahora voy a liberar tus manos – le dijo en tono calmada – Luego bajas así como estás, desnudo, hasta tu moto, sin intentar taparte y te echo la ropa por la ventana. Te voy a dar el casco, pero no quiero que te lo pongas.

  • Pero…

  • ¿Me quieres volver a ver?

  • Sí, pero…

  • Pues haces exactamente lo que yo te digo. ¿No eres tan machito? ¿No estás tan feliz contigo mismo? Pues a ver si lo demuestras – interrumpió con decidida burla.

Sin decir palabra, agachó la mirada y se precipitó por las escaleras a oscuras. Con la mezquina intención de humillarle aún más, y no para prever su caída, Jennifer se acercó lentamente al interruptor y encendió las luces de la escalera. Esto hizo detener un momento al muchacho, que luego reanudo su carrerilla hacia el exterior. Una vez llegó a la moto, se recostó en ella, sosteniendo el casco bajo su muscular brazo.

Tras una espera que pareció eterna, su ropa comenzó a caer en la calle. En el momento que se inclinó a coger sus tejanos, una señora mayor pasó que había salido a pasear al perro en la hora más inoportuna posible, pasó por su lado.

  • ¡Qué guapo estás! No te preocupes, cariño, ya encontrarás a otra – le dijo mirando como recogía rápidamente la ropa intentando taparse.

  • ¡Gracias, señora! - Le contestó educadamente sin saber bien porqué.

  • ¡A ti! ¡Que le alegras a una la vista! - canturreó a modo de despedida.

Como pudo, bastante torpemente, se vistió, se subió a la moto y regresó a su casa. En el camino, su mente parecía navegar en blanco. Humillado y disfrutándolo, exultante y confundido. Lo que le había hecho era atroz, pero quería más.

Al llegar a casa, comenzó a masturbarse. Instintivamente, mientras lo hacía, revisó su móvil. Un mensaje de Jennifer le prohibía hacer exactamente aquello que estaba haciendo.

“¡Aggg! ¡Vete a la mierda!” pensó mientras continuaba pajeándose decidido a llegar al final y olvidarse de todo aquello. Pero de repente, recordó la cercanía de aquella que se convertiría en su ama, como le encendía la piel como muy pocas lo habían hecho. Dejó de tocarse mecánicamente justo antes de eyacular, casi castigándose a sí mismo por su transgresión. Como pudo, se fue a la cama e intentó dormir.

Durante dos semanas estuvo escribiendo a su señora por WhatsApp. Ella leía sus mensajes, pero le ignoraba. Lo cual le volvía loco de frustración. Le imploraba su atención, pero ella seguía ignorándole. Luego de varios días, ella se dignó a contestarle:

  • ¿Te has pajeado, niñato? - era su breve mensaje.

  • No, y me explotan los huevos ya.

  • Pues sigue así y quizás te vuelva a ver.

Pasaron dos semanas antes de que él recibiera un mensaje, a primeras horas de la madrugada, ordenándole que le volviera a visitar. Con el cuerpo temblando de excitación, anticipación y orgullo perdido, él salió discretamente del chalet y se dirigió nuevamente a la casa de quien sería a partir de ese momento su señora. Él aún no sabía que el camino que había emprendido no tendría retorno. La dignidad no es aquello de lo que nos vestimos, sino aquello que nos hace más ricos y libres.

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